miércoles, 5 de junio de 2013

Correíllos de desesperanza



Recordaba Artiles como un buen día de un año de muchos, siendo bien niño, con su padre subió a Las Palmas. Iban en busca de un primo del viejo, que de hacer la mili en Fuerteventura había terminado casado con arisca majorera, que si bien al principio fue reticente a la idea, de venirse a la isla del esposo, luego contactó con buena prima de ella, que vivía por allá cerca del Carrizal. Frunció el ceño y la mantilla, y como mujer de la época, calló y aceptó. Fue el viejo el que le dijo que para acá volviera. Trabajo en la isla no faltaba. No daba para mucho, pero haber había. Vente, para acá, que sino es plantando alguna fanega que cojamos, nos vamos a echar jornadas al sur, donde ingleses y alemanes no paran de construir, le decía.

Allá fue Artiles con su padre, “coche di hora” mediante. Lo recordaba, Artiles, porque era la primera vez que subía a Las Palmas. Impactado desde que cruzara el túnel de la Laja, tan acostumbrado a aquellos llanos pedregosos y ventosos que lo vieron nacer, donde solo el tomate lograba arrebatarle algo de tierra a los siempre verdes Balos. Las simples casas que adornabas los áridos riscos de aquella urbe le parecían que no, que no era aquella su isla, en la que él corría, en la que él vivía. Allá fue Artiles con su padre, en busca del primo del viejo que en el dichoso Correíllo venía.



Lo recordaba Artiles, mientras pescaba gueldes y fulas negras que para poco sirven. O mientras en el bar discutía por Dominó, Zanga o la dichosa pelotita. Lo recordaba Artiles porque a sus cincuenta y tantos y quieto, poco más uno puede hacer. Sentado al sol, o a la sombra. O mientras leía en el periódico que él era uno de esos 296.362 habitantes de estas pérfidas islas, que un Lunes cualquiera no tienen mejor cosa que hacer que recordar tiempos que no sabía si mejores, pero que sí honrosos, pero que sí, felices.

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