martes, 19 de junio de 2012

Una isla que no existe


Miraba al horizonte Artiles, como si allá a lo lejos viera a la misma San Borondón. Recordaba, Artiles, los cuentos que su padre cuando chiquito entre las fanegas de Pichi le contaba. Le decía de una isla perdida en el horizonte, escondida entre la calima del mar, una isla que entre todas las Canarias se movía. Una isla que aveces era vista por donde el alba y otras por donde la puesta, que aveces se veía entre Gomera y Tenerife, y otras tantas entre Canaria y Fuerteventura. Le contaba de cómo se veían sus barrancos, sus playas y sus cumbres y que a poco alguien sacara lápiz para dibujarla se volvía en la penumbra, se escondía y que aquel que osó retratarla jamás la pudo volver a ver.

Rudeza la de aquel llano que llamaban barranco, donde con un sacho más grande que él mismo, Artiles quitaba piedra a piedra, verode a verode, balo a balo y tabaiba a tabaiba todo aquello que molestara a la enredadera de la tomatera. Recordaba su primer surco, su primera caja al hombro, su primera paga. Mientras, su padre le hablaba de San Borondón, de Gara y Jonay, del Bentejuí que se enriscó en Tirajana y ya cuando Artiles llegó a buen pibe, le habló de sus juegos de mozo arriba en Guayadeque, de lo pícaro de sus juegos de ñamera.

Miraba al horizonte Artiles, cómo si allá a lo lejos viera a la misma San Borondón. Recordaba, Artiles, la primera vez que bajó al sur en el 127 de Pepe el de Carmita. Recordaba Artiles, cómo terminó trabajando en aquel mismo sur, de cómo de San Agustín pasó al Inglés y de allí tanto más al sur que dejó de serlo. Recordaba cada piedra de cada trabajo y a cada compañero caído en aquello de la vida. No más que cincuenta y tantos, y tan parado para el resto de sus días, que cuando miraba al horizonte solo veía pasado.