Miraba al horizonte Artiles, como si
allá a lo lejos viera a la misma San Borondón. Recordaba, Artiles,
los cuentos que su padre cuando chiquito entre las fanegas de Pichi
le contaba. Le decía de una
isla perdida en el horizonte, escondida entre la calima del mar, una
isla que entre todas las Canarias se movía. Una isla que aveces era
vista por donde el alba y otras por donde la puesta, que aveces se
veía entre Gomera y Tenerife, y otras tantas entre Canaria y
Fuerteventura. Le contaba de cómo se veían sus barrancos, sus
playas y sus cumbres y que a poco alguien sacara lápiz para
dibujarla se volvía en la penumbra, se escondía y que aquel que osó
retratarla jamás la pudo volver a ver.
Rudeza la de aquel
llano que llamaban barranco, donde con un sacho más grande que él
mismo, Artiles quitaba piedra a piedra, verode a verode, balo a balo
y tabaiba a tabaiba todo aquello que molestara a la enredadera de la
tomatera. Recordaba su primer surco, su primera caja al hombro, su
primera paga. Mientras, su padre le hablaba de San Borondón, de Gara
y Jonay, del Bentejuí que se enriscó en Tirajana y ya cuando Artiles llegó a buen
pibe, le habló de sus juegos de mozo arriba en Guayadeque, de lo pícaro de sus
juegos de ñamera.
Miraba al horizonte
Artiles, cómo si allá a lo lejos viera a la misma San Borondón.
Recordaba, Artiles, la primera vez que bajó al sur en el 127 de Pepe
el de Carmita. Recordaba Artiles, cómo terminó trabajando en aquel
mismo sur, de cómo de San Agustín pasó al Inglés y de allí tanto
más al sur que dejó de serlo. Recordaba cada piedra de cada trabajo
y a cada compañero caído en aquello de la vida. No más que
cincuenta y tantos, y tan parado para el resto de sus días, que
cuando miraba al horizonte solo veía pasado.
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